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martes, 16 de agosto de 2016

HOY FESTEJAMOS EL CUMPLEAÑOS DE SAN JUAN BOSCO:

Otras pinceladas en la vida de DON BOSCO:
1825-1835, Primera década; primeros entretenimientos con los niños, los sermones, el saltimbanqui, los nidos:
Muchas veces me habéis preguntado a qué edad, comencé a ocuparme de los niños.
A los diez, realizaba lo compatible con esos años, una especie de Oratorio festivo, escuchad: Era yo aún muy pequeño y ya estudiaba el carácter de mis compañeros, mirando la cara de alguien, ordinariamente, descubría los propósitos que albergaba en el corazón. Por eso, entre los de mi edad, era muy querido y respetado, todos me apreciaban como juez o como amigo, y a mi vez, hacía bien a quien podía; a nadie mal.
Los compañeros me estimaban mucho, y requerían para que los defendiera, en caso de peleas.
Porque, aunque, más pequeño de estatura, tenía fuerza y valor, para meter miedo a los de bastante mayor edad que yo; de tal manera, de que si se originaban enfados, disputas o riñas, de cualquier género, yo era el árbitro entre los contendientes, y todos aceptaban con gusto, la sentencia que dictase.
Sin embargo, eran mis narraciones, las que los reunían junto a mí, y seducían hasta la locura.
Los ejemplos escuchados en los sermones o en el catecismo, la lectura de libros, -como los reali di Francia, de Guerino Meschino, Bertoldo, Bertoldino- me proporcionaban mucho material, apenas me veían mis compañeros, corrían en tropel, para que les contase algo.
Yo, que con dificultad, comenzaba a entender cuánto leía, a ellos se unieron numerosas personas adultas, y –unas veces al ir o volver de Castelnuovo, otras en un prado o en un campo- me veía rodeado de centenares de personas que acudían a escuchar a un pobre muchacho, que, fuera de un poco de memoria, estaba en ayunas de ciencia, aunque entre ellos pasara por un gran doctor.
Monóculus Rex in regno caecorum.
Además, durante las estaciones invernales, todos me reclamaban, al establo, para que les contase alguna historieta, se reunía allá gente de toda edad y condición, disfrutando con la velada y escuchando -inmóviles, durante cinco y aún seis horas-, la lectura de los Reali di Francia, que el pobre orador, exponía de pie, sobre un banco, para que todos lo vieran y oyesen. No obstante, como se decía que venían a escuchar el sermón, antes y después de mis narraciones, todos hacían la señal de la Santa Cruz, y se rezaba un Ave María.
(1826)
Durante la primavera, especialmente, los días festivos, se juntaba todo el vecindario, y no pocos forasteros. Entonces, el asunto adquirió un aspecto mucho más serio, entretenía a todos, con algunos juegos que yo mismo había aprendido de otros, en ferias y mercados. A menudo aparecían charlatanes, y saltimbanquis, a quienes iba a ver, observaba atentamente sus más pequeñas proezas; volvía después a casa, y me ejercitaba hasta aprender y lograr hacer, lo mismo que ellos.
Imaginaos, los golpes, revolcones, caídas y volteretas a que me exponía en cada prueba. ¿Alcanzaréis a creerlo?
A mis once años, hacía juegos de manos, realizaba el salto mortal, y la golondrina, caminaba con las manos, saltaba y bailaba sobre la cuerda, como un tirititero de profesión.
Por lo que se hacía en un día de fiesta, comprenderéis cuánto realizaba en los demás.
Existe en un sitio, Ibecchi, un prado, con diversas plantas de las que aún queda un peral, que en aquel tiempo me fue muy útil, ataba en ese árbol una cuerda, que anudaba en otro, y todo a cierta distancia, y a continuación, colocaba una mesita con la bolsa, y una alfombra en el suelo, para dar los saltos.
Cuando el conjunto estaba todo preparado, y todos ansiosos por admirar las novedades, de nada, los invitaba a recitar, la tercera parte del Rosario, tras la cual, se cantaba una letrilla religiosa.
Acabado esto, subía a una silla y bien hacía una plática –mejor dicho, repetía lo que recordaba, de la explicación del evangelio, que había escuchado por la mañana, en la iglesia- o bien contaba hechos o ejemplos oídos o leídos en algún libro.
Terminada la plática, se hacía una breve oración, y en seguida comenzaban las diversiones.
En ese instante, como antes dije, tendríais que haber visto al orador, convertirse en un charlatán de profesión. Hacer la golondrina, efectuar el salto mortal, caminar con las manos en el suelo, y el cuerpo en alto, tragar monedas para irlas a recoger en la punta de la nariz de uno, o de otro, multiplicar bolas y huevos, transformar el agua en vino, matar y despedazar un pollo, y luego hacerlo resucitar, y cantar mejor que antes. Constituían los entrenamientos ordinarios.
Andaba sobre la cuerda, como por un sendero, saltaba, bailaba o me colgaba, ora de un pie, ora del otro, ya con dos manos, ya con una sola.
Tras unas horas de diversión, cuando ya estaba bien cansado, terminaban los juegos.
Se efectuaba una corta plegaria, y cada uno volvía a sus asuntos.
Quedaban excluidos de estas reuniones, los que hubiesen blasfemado, hablado mal, o no quisieran tomar parte en las prácticas religiosas.
Al llegar a este punto, me haréis una pregunta: para ir a la feria, a los mercados, para escuchar a los charlatanes, o buscar cuánto se necesita para tales diversiones, hacía falta dinero, ¿de dónde salía?
Me los industriaba de muchas maneras.
El dinero que mi madre u otros, me daban para divertirme o para golosinas, o pequeñas propinas, los regalos, todo lo guardaba para eso.
Tenía además una gran maña, para cazar pájaros con trampa, jaula, liga y lazos, entendía mucho de nidos, y cuando había recogido unos cuantos, podía venderlos muy bien.
Zetas, las hierbas colorantes y el brezo, también suponían para mí, una fuente de ingresos.
En un momento me preguntaréis: ¿Mi madre, estaba contenta, que yo llevase una vida tan disipada, y perdiese el tiempo, haciendo de charlatán? Os diré, que mi madre, me quería mucho, yo tenía una confianza ilimitada en ella, y sin su permiso no hubiera movido un pie, sabía todo, observaba todo y me dejaba hacer, es más, cuando me faltaba alguna cosa, me la proporcionaba con gusto. Los mismos compañeros, que eran mis espectadores, me daban de buena gana, cuando necesitaba para ofrecerles los ansiados pasatiempos.

Los compañeros. Sociedad de la Alegría. Deberes cristianos:
En las cuatro primeras clases, tuve aprender por mí mismo, a tratar con los compañeros.
Había establecido tres categorías: buenos, indiferentes y malos.
A estos últimos, apenas conocidos, debía evitarlos del todo y siempre.
Con los indiferentes, entretenerme por cortesía o necesidad.
Con los buenos, cuando encontrase algunos que fueran realmente tales, contraer familiaridad.
Puesto que en la ciudad no conocía a ninguno, me impuse la regla de no familiarizar con nadie.
Sin embargo, tuve que oponerme a cuantos no conocía bien.
Unos querían llevarme al teatro; otros, jugar una partida;algunos a nadar, hubo, incluso, invitaciones a robar frutas de los huertos.
Determinado individuo, fue tan descarado, que me aconsejó, robar a mi patrona, un objeto de valor, para comprarnos golosinas.
De a poco, me libré de aquella caterva de desgraciados, huyendo totalmente de su companía, tan pronto, como los iba descubriendo.
De ordinario, respondía a todos, que mi madre, me había confiado a la patrona de casa, y -por el gran cariño que guardaba mi madre- no quería ir a ninguna parte ni hacer cosa alguna, sin el conocimiento de la buena Lucía.
La fiel obediencia a la buena Lucía, me resultó útil, también económicamente, pues por tal motivo, me confió, con mucho gusto, a su único hijo, quien por muchos años fue el Alcalde de su pueblo, y ahora tendero en el mismo lugar.
De carácter vivaracho, muy amigo de jugar, y poco de estudiar, me encargó también que le repasara las lecciones, pese a ser de un curso superior. Me ocupé de él, como de un hermano.
Por las buenas, con pequeños regalillos, con entretenimientos caseros, y además, llevándole a las funciones religiosas, le hice bastante dócil, obediente y aplicado. Tanto que, al cabo de seis meses, ya se mostraba tan bueno y diligente, como para complacer, al profesor y obtener puesto de honor en su clase.
La madre, quedó muy satisfecha, y como premio, me condonó, en su totalidad, la pensión mensual.
Por otro lado, con mis compañeros, que querían arrastrarme al desorden, eran los más descuidados de los deberes, también ellos, empezaron a dirigirse a mí para que dictara o enseñara los temas escolares. La cuestión, desagradó al profesor,       -porque esa falsa benevolencia, fomentaba su pereza- y me lo prohibió severamente.
Acudí, entonces, a un medio, menos peligroso, esto es, explicarles las dificultades, y a ayudar a los más atrasados.
De esta forma, complacía a todos, y me conquistaba la simpatía y el cariño de los condiscípulos.
Empezaron a venir a jugar, después a escuchar las historietas, y a hacer los deberes escolares, finalmente, acudían sin un motivo especial, como ya me sucedió con los de Morialdo y Castelnuovo.
Para poner un nombre a aquellas reuniones, solíamos denominarlas Encuentros de la Sociedad de la Alegría, nombre perfectamente adecuado, ya que era obligación estricta, de cada uno, buscar,
los libros y suscitar las conversaciones, y entretenimientos, que pudiesen contribuir a estar alegres.
Por el contrario, estaba prohibido, todo cuanto ocasionara tristeza, especialmente las cosas contrarias a la Ley del Señor.
Por tanto, se expulsaba de la Sociedad, inmediatamente, a quien blasfemara, o pronunciase en nombre de Dios, en vano, o tuviera malas conversaciones.
Estaba de este modo, a la cabeza de una multitud de compañeros, que acordaron las siguientes bases:
1) Todo miembro de la Sociedad de la Alegría, "debe evitar cualquier conversación o acción, que desdiga de un buen cristiano".
2) Exactitud en el cumplimiento de los deberes cristianos y religiosos.
Empresas como las reseñadas, contribuyeron a granjearme el aprecio, y en 1832, mis compañeros me tenían por Capitán de un pequeño ejército.
De todas partes, me reclamaban para organizar diversiones, asistir a alumnos en sus propias casas, e igualmente impartir clases, de repasos a domicilio.
Así la Divina Providencia me facilitaba la adquisición, de cuanto necesitaba para ropa, objetos escolares, y demás menesteres.
Sin ocasionar ninguna molestia a mi familia.

Buenos compañeros y práctica de piedad:
Entre quienes componían la Sociedad de la Alegría, encontré algunos verdaderos ejemplares.
Entre ellos, merecen ser nombrados, Guglielmo Garigliano de Poirino, y Paolo Brajade Chieri.
Participaban con gusto, en los juegos, siempre que primero se hiciesen los deberes escolares.
A los dos agradaban el recogimiento y la piedad. Y constantemente me daban buenos consejos.
Las jornadas festivas, tras la congregación en el colegio, nos acercábamos a la Iglesia de San Antonio, en donde los Jesuitas, desarrollaban una estupenda catequesis, narrando numerosos ejemplos, que todavía recuerdo.
Durante la semana, la Sociedad de la Alegría, se reunía en casa de uno de sus socios, para hablar de temas religiosos.
A dicha reunión, asistía libremente el que quería, Garigliano y Braja, eran los más puntuales.
Además de pasar un rato ameno, nos recreábamos, con charlas de carácter piadoso, buenas lecturas y oraciones; ofrecíamos útiles consejos, y señalábamos los defectos personales oídos o comentados.
Sin embargo, saberlo, practicábamos este sublime consejo: "dichoso quien tiene un monitor", y aquel de Pitágoras: "si no disponéis de un amigo que os corrija los defectos, pagad a un enemigo, para que os preste este servicio".
Junto a los entretenidos y amistosos encuentros, íbamos a escuchar pláticas religiosas, y frecuentemente, nos confesábamos, y recibíamos la comunión.
Llegados a este punto, será oportuno recordaros, que en aquél tiempo, la religión formaba parte esencial de la educación.
Si un profesor, aún en broma pronunciaba alguna palabra irreverente, o indecorosa, inmediatamente se le retiraba del cargo.
Por lo demás, si de este modo, se procedía con los profesores, ¡ imaginad la severidad que se empleaba con los alumnos indisciplinados o escandalosos!
Todos los días de la semana, por la mañana, se oía la Santa Misa.
Al empezar las clases se rezaba devotamente, L'Actiones, con el Ave María; se terminaba el Ágimus, con el Ave María.
Los alumnos se reunían en la Iglesia principal de la Asociación, en las fiestas, y mientras los jóvenes entraban, se hacía lectura espiritual, seguida del oficio de la Virgen; a continuación la Santa Misa, y posteriormente la explicación del Evangelio.
Por la tarde, Catecismo, Vísperas e Instrucción.
Todos debían recibir, los Santos Sacramentos, y, para impedir la negligencia en deberes tan importantes, una vez al mes se exigía presentar la Cédula de Confesión.
Quien no hubiese cumplido con este deber, no podía examinarse al final del curso, aunque fuera de los más aventajados en los estudios.
Semejante severa disciplina producía maravillosos efectos. Discurrían años enteros, sin que se oyera una blasfemia o una mala conversación Los alumnos eran dóciles y respetuosos, tanto en la escuela, como en sus propias casas.
Al finalizar el año académico, aún en clases muy numerosas, todos pasaban al curso superior.
En tercero, (Humanidades y Retórica) la totalidad de mis compañeros aprobó el curso.
La aventura más afortunada para mí, fue la elección de un confesor fijo, en la persona del teólogo Maloria, canónigo de la Colegiata, de Chieri, siempre que acudí a él, me recibió con gran bondad, es más, pude confesar y recibir la comunión, con la mayor frecuencia posible.
Entonces raramente se animaba a la frecuencia de sacramentos, no recuerdo que ninguno de mis maestros me lo aconsejase.
A quien se confesaba y comulgaba más de una vez al mes, se le tenía, por uno de los más virtuosos, por lo demás, muchos confesores, no lo permitían.
Yo, en cambio, debo a mi confesor, no haber sido arrastrado por mis compañeros a ciertos desórdenes, que los muchachos inexpertos, tiene que lamentar, en los grandes colegios.
Durante estos años, no olvidé nunca a mis amigos de Morialdo, mantuve siempre una relación con ellos, y de cuando en cuando, los visitaba los jueves.
En las vacaciones de otoño, y se enteraban de mi llegada, venían a mi encuentro, desde lejos, y realizaban una fiesta especial.
También entre ellos se introdujo la Sociedad de la Alegría, con los que se habían distinguido por su buena conducta durante el año, y se borraban de la lista de socios, quienes se habían portado mal, sobretodo, si habían blasafemado o sostenido malas conversaciones.
Estas anécdotas, contadas por Don Bosco, directamente, ilustran la vida incial del niño y del joven, que deslumbró al mundo, y que en el extremo sur de América, sirvió a la Evangelización y al desarrollo.
En estos 200  años que se conmemoran, seguiremos el relato en fechas posteriores...



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